24/8/09

Tatuajes en la cara

INICIO UN DÍA CALUROSO el relato de mi relato. Atrás quedan muchos intentos de sacar la cabeza de un agujero mudo en el que alguien o varios alguienes se empeñan en que permanezca, y yo intentando echar de mi casa fantasmas que se han instalado por el morro. Voy a explicar, si me dejan, las razones últimas de que dispongo para demostrar que las tengo todas al llegar a mi decisión. Con detalle o a grandes rasgos definiré mi opción como única y necesaria con la tranquilidad del que se supone estar en lo cierto.


“No sabes cómo me siento. Cabreada porque no se me oye de cerca. Imagínate desde lejos. Traicionada porque me han fallado todos los empeños. Impaciente porque parece que se me derrama el tiempo. Sola, sola, sola, en una ciudad de sordos, recortando mis últimos descuentos del jabón de sueños más baratos. Y arrepentida de no comprar suerte, o de no conocer a alguien a quien a la primera le convenzan mis ganas, mi cara, o mi culo.”

La idea es simple. De aquí a dos miércoles voy a quitar de en medio el hasta ahora prioritario propósito: encontrar un trabajo de lo mío. Atrás quedarán entonces todas las carreras perdidas en la búsqueda de un futuro mejor, atrás espejismos que se fueron a vivir con el mejor verano, muy lejos; atrás esfuerzos inútiles y caros. Voy a vender mi extensa colección de “descartados” y mis valiosos “pendientes”. Y regalaré al primero que quiera mis mosqueos soberanos por los furtivos y estúpidos “preseleccionados” (¿me apunté yo a esa oferta?).

Antes de regalar a quién la quiera mi ilusión exijo la que considero una justa demanda: quiero que se me devuelvan todos y cada uno de mis curriculums solícitamente enviados, y las esperanzas lecheras que adjunté con ellos. Quiero que se me devuelvan mis miles de tiempos hipotecados, helados, ebrios, aguados y heridos que alguien debió archivar; o directamente tirar. Quiero que se me remitan asimismo los sacos de sueños que pasaron por mis noches. Mis insomnios de malas caras que se retorcían conmigo en la cama, los dolores de barriga inexplicables e insistentes, las ovejitas de bocas grandes y las paredes blancas de ojos cuadrados, mis pensamientos obscenos y mis caricias torpes. Y mi cabeza, igual de torpe, y siempre en otro lado.

— ¿Cecilia? ¡Cecilia! Qué taaaal, cómo estáááás?
— Hola... Sofía...Vaya, qué alegría, guau, bien, bien, ¿y tú?
— Oh... yo muy bien, fantástico, genial, contentísima, tú dirás, trabajando mucho, liadísima, ya sabes, tengo tanto trabajo que...
— ¿Y tu padre qué tal?
— Mi padre, qué tiene que ver... Cómo eres, Cecilia, papá divino, con sus viajes, su tenis...
— Y su empresa, claro, o tu empresa, la de tu fantástico trabajo...
— Pero bueno, chica, ¿a ti que te pasa? No me esperaba este recibimiento después de todo lo que...
— Vale, Sofía, vale, ya vale. Siento mi reacción, coño, últimamente sólo digo tonterías...
— Ahh, adiós Cecilia... (Qué se habrá creído...).

Lo que menos me importa es saber quién se quedará con todos los éxitos ajenos que me pisotean a diario, con todos los rostros dichosos que me abofetearán con su presencia, las sonrisas de otros, medallas brillantes y ajenas.

— Hola, buenos días, ¿Cecilia Martín?
— Sí, ¿de parte de quién?
— Soy Carmelo Caspio, de Blusmontons Stars.
— Un momento, por favor, ¡Ceciliaaaa!, ¡Ce-ci-liaaaa!

En éstas que después de lo sobrehumano del berrido expelido por la mujer aparece Cecilia, con una cara más de haberse caído de la cama que de expectación o sorpresa.

— Vaya mamá, qué potencia..., ¿qué quieres?
— Corre, corre, ponte al teléfono, te llama un hombre, se llama Burmanflash o algo así.
— ¿Burmanflash?, qué raro, no me suena haberlo enviado a la Nasa... je, je... ¿Sí? Hola, sí, soy yo. Sí, ah, claro, claro, sí, muy bien, está bien, lo conozco, claro, soy de Girona, sí, gracias, sí, a las diez, entendido, gracias, adiós, sí, adiós.

La madre de Cecilia se llama Pura, y es pura duda cuando su hija cuelga el teléfono. Tiene preparado uno de sus mejores chillidos por si hay que celebrar que al fin a su hija, que la pobre es una desgraciada, la llaman de un trabajo, que mira que tiene mala suerte con todo lo que vale y a ver si... Pero su gesto parece importarle poco a Cecilia, que no deja de mirar el teléfono. ...

— Bueno, ¿qué?
— Bueno qué, ¿qué?
— ¿Que qué te ha dicho?
— Capullo.
— ¿Qué?
— ¿Qué me va a decir? Que ya que tengo experiencia vendiendo enciclopedias que ha pensado en mí para vender ¡¡¡cacharros de cocina!!!!
— Pues no estaría mal, mira, así tendrías tu sueldo, tus paguitas, tus vacaciones...
— Mamá..., no empieces.
— Y podrías dejar de trabajar corrigiendo los libros esos y la discoteca y...
— Y me meto en una olla y a ser feliz, ¿no?
— En una olla no, tendrías tu horario, dormirías tus horas...
— Mamá...
— Y mejor de todo... ¿Adónde vas? Cecilia, hija, ¡que te estoy hablando!

Sería fácil pensar que Pura no respira. Ahora, además, se enfurece y se mete deprisa en la cocina. Esta andaluza buena que no ha visto la Masa pero que empieza a parecerse mucho al mismo tipo no entiende a su hija y porqué no quiere escucharla.

Cacharros de cocina... será capullo... Cada vez lo tengo más claro... Estudia letras, que te saldrán tacos al acabar la carrera... Tacos en vez de versos. Que alguien me explique alguna cosa: ¿no es más importante saber que hoy no sirve para encontrar un trabajo que necesita todo-ser-humano-cuyo-padre-no-sea-el-dueño-de-una-empresa disponer de un bonito título enmarcado en el comedor que cuesta dinero, esfuerzo y tiempo, que dedicarse a conocer los entresijos de una carrera tan enriquecedora como inútil en el mundo real? La cultura no da de comer, eso también lo he aprendido. ¿Y cuántos más se meterán en el agujero?

Cabezazos contra las paredes. Oficio del licenciado en letras (o de enfermedad contagiosa y ridícula, que por lo que parece viene a ser lo mismo) lleno de palabras tatuadas en la cara, el mismo que desde el mismo instante en que sale de la universidad se da cuenta de que el tatuaje no es bello. Pero es que no puedo quitármelos. Pues no hay trabajo para ti. Y qué lástima de tiempo. Y encima no funciona la marcha atrás. Y porqué camino, si cada vez me encuentro más lejos.

— ¿Cecilia Martín?
— Sí, soy yo...
— Buenos días, soy el trabajo de su vida. Deje de buscarme, no cumple los requisitos. Y además, tampoco existo.
— ¡Es imposible! He soñado contigo todas las noches... Parecías tan real...
— Pues no existo, y déjame en paz. Vende cacharros de cocina y cómprate un coche nuevo.
— No, no... No me conoce, déjeme demostrarle que valgo, déme una oportunidad, ¿oiga?, ¿sigue ahí?
— Hasta que abras los ojos, Cecilia.


Girona, 9 de septiembre de 2003, 12 de agosto de 2004

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