22/7/10

El boli

CASTAÑA CLARO O RUBIA OSCURO, menuda y de piel blanquísima, Alba trabajaba, tenía una familia y unos pocos amigos bien agarrados. Un diente mellado y una cicatriz. Una nariz risueña, una cintura milimetrada y las piernas muy largas.


Libraba los lunes, día que aprovechaba para ir al cine. Doble sesión. A primera hora de la tarde, subía al autobús que llevaba al centro y que parecía un iglú y no sonreía al autobusero, al que consideraba un perfecto inútil, a la vista de cómo gestionaba el aire acondicionado. En lo único en que destacaba era en el lanzamiento de abuelos a golpe de volante, ante la cara de si-es-que-se-veía-venir del resto del pasaje, que no solía saltar de su asiento para ayudar a recuperar la dignidad y/o el sentido al octogenario de turno.

Ya no tenía veinte años, aunque la avistada madurez le había respetado la cara de niña y afianzado deliciosamente las curvas. Desde que se peleara con Enrique, en primavera hizo tres años, no se le conocía novio formal alguno. Detalle que levantaba todo tipo de suposiciones de lo más variopinto, un tipo de humo del que se mantenía ajena. “Yo ya tengo suficiente con el de la freidora”. Le complacía pensar que la mayoría de gente no la conocía aunque la tuviera al lado, o más cerca, compartiendo alguna escena de cama o de mesa; o una copa elegida y deslenguada más allá de la calabaza.

Sus ojos grises o azules y grandes brillaban lo justo, pero no dejaban de moverse, como si quisieran escapar de algo. No era mujer de risa fácil, pero le costaba nada sonreírle a una piedra, fuera del tamaño que fuera. Atada a los auriculares, cuyo cable desenrollaba con cansancio y escasa paciencia, en la música olvidaba, agradecida. Desafiantemente incrédula, las apariencias, reconocía, “son patéticas porque esconden lo más interesante o lo más decisivo”. Le descolocaba la apatía ante lo bueno y lo malo, la vida hecha y setecientas dunas, la trampa, el cartón y el papel film, los niños con barba, corbata y poder, el egocentrismo que pare tontos en serie, la verdadera distancia, ésa que podemos contar con pocos dedos, como hacemos con demasiadas frentes, la bulímica necesidad de ser aceptados, los lemas endiosados a los que se agarran unos para creer en cualquier cosa, la costumbre de angustiarse al no llegar a fin de mes y no tener más horas en el día sudado, apretado y/o enzarzado. Todo lo callado que acaba hinchándonos las nubes, entre otras cosas, había provocado que cada vez le interesara menos lo que le rodeaba. Hasta el punto de que le divertía pensar que cualquier día se le sentarían encima y que quizás ella tampoco se daría cuenta.

En el exterior, tormenta de verano y patos en chanclas con cara de haber visto un ovni. La ciudad se volvía más torpe a la hora del baño. Los cristales empañados del autobús, hermosas pizarras. Alguien tocó su hombro. —¿Está ocupado?—. Inspira. Un olor nuevo. Comestible. Una voz. Sin etiquetar. Levanta la cabeza. Un muchacho con una libreta. —Qué ojos tan tristes—, le sale de la boca, cuyos labios humedece. Luego cierta pereza, normalmente buena educación.

— ¿Cómo?
— No, no está ocupado.
— Me pareció que…
— Olvídalo.
— ¿Qué escuchas?
— ¡Música!
— …
— ¿Quieres?

Había imaginado esa parte de la historia. Chica conoce a chico y comparten intimidad en un tiempo preciso, con un final sin florituras que viene marcado y que tendrá lugar en cualquier momento. Mientras, con la sonoridad que pisa una hormiga, se pregunta “¿es posible?”.

Alba se quita con naturalidad un auricular y se lo va a dar cuando el chico ladea el rostro. Prefiere que sea ella la que se lo coloque. Fascinante la osadía de la juventud. Ella no duda. Vuelve a mirarlo, todo él brilla.

— ¿Cómo has dicho que te llamas?
— Me llamo Dani, Alba.
— ¿Y eso?, responde, abriendo los-prohibido-pasar que tiene como ojos todo lo que puede.
— ¿Te extraña que sepa tu nombre?
— Un poco.
— A mí me extraña que no te suene...
— ¿Tu cara? No te había visto en mi vida.

Alba no sale demasiado por las noches. Tampoco ha vuelto a emborracharse desde que, a los quince años, acabase con un coma etílico en las fiestas de su pueblo, algo que hoy, dieciséis años después, todavía le recuerdan puntualmente cada verano en dicho pueblo. Que ya se sabe, la familia siempre está ahí, para bien o para mal, de otra forma no se entendería que nos pueda tanto.

Su falta de conocimientos básicos de baile, sumada a una acusada timidez, acentúa que no sea la reina de la fiesta de las pocas fiestas a las que va. Así que cuando se deja convencer por sus colegas de curro de narices que pasarían por aspiradoras y les acompaña en la travesía improbable de encontrar tetas apetecibles y sobre todo disponibles, es decir, cuando sale con ellos a tomar algo después del trabajo sin haber pasado por la imprescindible ducha antes, Alba, la licenciada en Filosofía y Letras cuyo sueño es hacer cine metida a oscura cocinera de rancho es la script en una comedia gamberra de enredos.

Los encuentros felices con sus amigos de siempre, que desde hace un tiempo son madres y padres con un manojo de niños y lavadoras y iaies estresadas y amantes y… sí, enemigos; y facturas y cinturones apretaos se distancian irremediablemente hacia el Mundo de Los horarios ya no los pongo yo.

Del restaurant Por Cierto, en el que lleva seis años, es imposible que le pueda sonar. Llega antes que nadie y prefiere aburrirse a perder el control y sale cuando ya se han ido todos los clientes, porque detesta tener que reconocer que al final del día el trabajo le quita hasta el olor.

La cocina, situada en una especie de bajo o sótano o antro, se comunica con la sala o comedor a través de una especie de ascensor del tamaño de un horno, porque en otra época el Por Cierto era el Listo, taller mecánico de reparación de coches. El señor Malhecho, que además de poco pelo tenía pocas luces, no consideró que ese detalle supusiera impedimento alguno para que dicho espacio pudiera albergar el centro neurálgico de su negocio de hostelería. Regentada desde su inauguración por la señora Malhecho, la plaza quedó vacante cuando la misma, en la actualidad María Luisa López, decidió volverse a Albacete con su madre para recuperar, entre otras cosas, el temple.

El contacto de la cocinera con la civilización se reducía a un sencillo código mediante golpeteos en la base metálica del cajón con el puño cerrado o con un rodillo, según el día y la sensibilidad que gastase, y que anunciaban ‘vacío’, ‘lleno’, ‘primeros mesa ocho’ o ‘postres mesa tres’. A la hora de recibir las comandas semanales de los diferentes proveedores, lo único que compartía con ellos era el boli, más o menos roído, con el que Alba revisaba y firmaba los albaranes de las cajas de congelado, fruta, hortalizas, huevos y demás productos que de alguna manera daban vida, al menos textura, a la cocina.

No sabía quién venía a comer o a cenar a menos que alguien preguntase por la firma del arroz de los jueves o la fideuà con el mismo sabor de los martes. Algo que no había pasado nunca en toda la historia del restaurant, a excepción de cuando la ex señora Malhecho confundió pliegos de facturas grapas incluidas por láminas de lasaña y se las encasquetó en el primer plato del señor alcalde que en paz descanse aunque de eso hace ya la friolera de ocho años.

— No te ubico, lo siento—, acaba diciéndole.
— O no lo ves todo— sugiere él, con una extraña combinación de ojos tristes sonrisa franca que a ella le parece medio quilo de desconcierto, un cuarto de curiosidad y una pizca de inquietud. Batir con fuerza y en el mismo sentido. La canción se está acabando. Ella ríe. Añadir unas hebras de nerviosismo. “La próxima es su parada”, piensa él, antes de inspirar profundamente y anotar algo en la libreta.

Castaño oscuro o negro azabache, espalda ancha y muy moreno de piel. Cara redonda, nariz notable, boca perfecta y manos grandes. Alba se detiene en el boli, más o menos roído. “Lo mejor de todo es llevarse la contraria a una misma”, dice. A punto de compartir una sonora carcajada, un abuelo volando les devuelve a la realidad. Aunque no por mucho tiempo. Ya suena otra canción, otra oportunidad.

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